Capítulo primero
Siempre le había dicho su madre que no aceptara cosas de extraños, pero es que desde el comienzo de su niñez le habían entusiasmado los espejos, y no pudo resistirse a sus encantos. No sabía exactamente el por qué, pero le encantaba ver como las sombras se proyectaban en ellos por las noches. Una simple linterna bastaba para poder observar aquello que los mayores no podían percibir, aquello por lo que verdaderamente disfrutaba. El no era de tener muchos amigos, le sobraba con sentarse a oscuras en el frío y viejo ático de sus abuelos para experimentar lo que los espejos le mostraban. Sus padres siempre le atosigaban con falacias del tipo: “¿Por qué no vas con tus amigos a jugar?”, “¿Quieres que vayamos a ver a los primos?”, pero Dani lo ignoraba por completo. Su soledad no era más que una sombra alargada que suscitaba felicidad. Dicho estado de placidez se definía en un total desconocimiento de lo que los espejos podían reflectar. De hecho, nadie conocía su verdadero poder, muchos hoy en día se siguen pensando que están formados de cristal, reflejan la realidad, etc. Sin embargo, la realidad es mucho más cruda de lo que pueda aparentar su reflejo.
Hacía un frío estremecedor esa noche, la lluvia repiqueteaba en el techo del coche como puños de agua. Absorto, Dani miraba en silencio a los dos brazos en forma de parabrisas esmerándose por expulsar las gotas de agua hacia los costados. El vehículo hacía lo que podía para continuar por el río de asfalto, pues la lluvia no cesaba. La pausa de un semáforo en rojo hizo que por primera vez se quebrara el silencio.
-Sí que está cayendo una buena, ¿eh? -desafió el padre de Dani al silencio.
-Sí -aceptó el muchacho el desafío con voz casi imperceptible.
Alice y Philipp sabían que su hijo no hablaba mucho. Nunca lo había hecho.
Y no porque tuviera un problema de autismo -como había sugerido su profesor- sino porque parecía sentirse más cómodo en silencio que cuando hablaba. De hecho, les sorprendía que su comportamiento cambiara cuando estaba en presencia de sus abuelos. Parecía otro niño. Desde que comenzó a hablar, y coincidiendo casi de forma simultánea con el nuevo puesto de trabajo de Alice, cuando Dani se quedaba en casa de sus abuelos hasta que su madre acababa la jornada laboral, era la experiencia más agradable de toda el día. Quizá el hecho de tener ese luminoso ático en el último piso tenía algo que ver. Allí, el pequeño se encontraba como pez en el agua. Nadie le molestaba, no había prácticamente ruido de fondo, de hecho, apenas se escuchaban los fogones de la cocina de Cloe mientras preparaba esas deliciosas natillas caseras que tanto entusiasmaban a Dani. El ático estaba sumido en una perfecta oscuridad, gracias en parte a las cortinas que Alice había hecho unos años atrás. Sin embargo, cuando se abría el ataúd de tela, la luz penetraba en aquella instancia con la fuerza de mil soles. Curiosamente, allí nadie le decía que hablaba poco, quizá por esa tranquilidad que sólo sus abuelos podían proporcionarle.
El coche lentamente iba aminorando la velocidad hasta quedar estacionado en un barrizal de arena mojada. Cuando el coche entreabrió sus alas, la ventisca de viento y lluvia golpeó en el rostro de la familia. Los cabellos de Alice se aliaban con la tormenta como un fiel lacayo, pareciendo formar parte del ejército de viento. Corriendo como gacelas ante el ataque del rey de la selva, llegaron a la única parte del recinto que estaba cubierta. Atestada de gente, la jauría de agua horizontal seguía delimitando el paso, y ralentizaba los minutos hasta parecer horas.
-¿Cómo puede haber tanta gente pese a estar lloviendo a mares? -secundó Philipp al aullido del viento.
-Lo mismo pensarán ellos de nosotros, querido -irónicamente replicó su mujer dejando entrever que no tendrían que haber venido en una noche tan lluviosa.
-No te enfades Al, sabes perfectamente que hoy era el último día, y además, ¡adoro los mercadillos medievales!
-De verdad... me tenía que haber casado con ese chico búlgaro tan guapo que me presentó Harán en Liverpool -atacaba con una preciosa sonrisa malvada Alice.
-Nunca te han gustado los búlgaros y lo sabes... son raros -se defendía como podía Philipp.
-¡Envidioso! -gritaba a la vez que guiñaba un ojo a Dani, el cuál hacía una mueca parecida a una media sonrisa.
Este tipo de conversaciones siempre le hacían sonreír; hasta cierto punto, el pequeño adoraba las discusiones en tono de humor, le hacían divertirse. En cierto modo, pensaba que simplemente lo hacían para llamar su atención y hacerle reír. Por contra, lo pasaba realmente mal cuando sus padres regañaban en serio. Odiaba eso. Aún recordaba la vez en que su padre había llegado muy borracho de una cena con sus ex-compañeros de universidad de Maynooth, aparcando el coche encima de la acera y siendo traído por la Garda en condiciones deplorables. Alice comenzó a refunfuñar palabras en francés -siempre le salía su lengua materna cuando estaba realmente cabreada- mientras pedía sonrojada disculpas a los agentes. Una vez se fueron, ni corta ni perezosa metió a su marido en la ducha, con ropa incluida, y pese a las quejas de Philipp, se quedó impertérrita esperando que la resaca diera la bienvenida al hombre. En vez de eso, lo que sucedió fue una escena que Dani nunca quiso haber presenciado, pero que sin embargo, seguía metida dentro de su cabeza como la peor escena sangrienta de una película de terror. Philipp se levantó empapado de la ducha y empezó a replicarla en tono amenazante, que si volvía a hacer eso, la tiraría por la ventana. Después de descender a la cocina gritándose el uno al otro por toda la casa, la guerra verbal continuó entre fogones. A Dani le aterrorizaba la idea de la separación, de hecho, en el cole, muchos de sus compañeros estaban siendo resquebrajados de la unidad familiar, y él, no quería formar parte de esa estadística.
-Mirad chicos -señaló el padre al cielo- parece que por fin está escampando.
Aunque la sombra de la noche iba deslizándose sobre Dublin, se podía percibir vagamente como la luna se hacía hueco entre las nubes de manera tímida. A los pocos minutos, toda la gente estaba andando por el barrizal de Croke Park, mirando puestos, comparando precios y observando de reojo al cielo a ver si la tregua seguía en pie.
Era curioso cómo le encantaban los mercados medievales. Aún rememoraba cada año, a modo de extraño aniversario, la aparición de lo que él llamaba “la mejor adaptación de un libro nunca vista”. Alice, de hecho, no quería saber nada del lado más “friqui” de su marido, y en cuanto metía el primer DVD de El Señor de los Anillos, huía del salón a la misma velocidad que un atún lo haría de una ballena. Cuando se conocieron, era igual. No debía sorprenderse de que cada año tuvieran que cruzar todo Dublin para estar las dos o tres horas de rigor viendo cimitarras musulmanas del siglo XV, harapos bereberes del IX, escudos romanos de la edad de hierro, etc. Cualquier cosa podía encontrarse en ese mercado, la verdad. Hace dos años, después de varias ediciones del evento, por fin encontró la cota de malla con la que Elijah Wood encarnó a Frodo Bolsón en La Comunidad del Anillo.
Sin embargo, este año todo parecía torcerse por momentos, ya no sólo por el día marcado por la lluvia, también por el extraño cambio que Dani había dado. Incluso varios de sus profesores habían solicitado más de una reunión con ellos, debido entre otras cosas a su imparable bajón académico, y también por su alejamiento con sus compañeros de clase. Según los profes, como los pequeños les llamaban, Dani pasaba la mayor parte del recreo en completa soledad, sin menor compañía que su propia sombra. Alice le había preguntado mil veces el por qué de su interés por los espejos, pero la única respuesta que solía recibir era: lo que me dejan ver a través de ellos.
Se separó de sus padres un solo instante. Una suave ráfaga de viento se deslizó por detrás de su espalda, como si el susurro de una mano hubiese pasado cerca. Pese a todo, se giró, intranquilo, y observó un puesto realmente extraño. Daba la sensación de que nadie lo podía ver, pues la gente pasaba de largo, no percatándose de su mera existencia.
La lluvia, gracias sin duda a las plegarias de Philipp, había cesado por completo, aunque el barro luchaba consigo mismo por no desaparecer, como la “nada” en La Historia Interminable. Perezosamente, Dani se separaba de sus ocupados padres; alejándose de ellos como una mariposa abandona su crisálida. La intranquilidad le rodeaba de un incómodo silencio, que contrastaba con el bullicio de los transeúntes. Se acercó ante la llamada de la señora mayor que lo regentaba. No se escuchaba un alma, desde el primer contacto con el pequeño puesto, parecía que la atmósfera se había separado de la corteza terrestre. Aquella sensación de desasosiego se incrementaba por momentos.
Dani permanecía a unos tres metros del puesto, pues no se atrevía a desafiar la extraña mirada de aquella anciana. Era bajita, poco más alta que el propio Dani, los gusanos de su piel parecían no transportar sangre, pues su tez era tan blanca como la luz de la luna. Su espalda estaba encorvada hacia abajo, dando la sensación de ser incluso de menor tamaño si cabe; sus manos dejaban entrever los estragos de la edad, anchas carreteras de arrugas serpenteaban hacia el interior de las negras mangas. Unas deformes y afiladas uñas amenazaban con resquebrajarse en pedazos, su color, un repulsivo y pálido añil, dejaba un malestar estomacal en Dani. Sus pupilas eran blancas, de hecho, el chico pensó enseguida en alguna película de terror para buscarle semejanza. Eran ojos que daban miedo. Aquella señora tenía una voz con marcado acento eslavo que verdaderamente ponía el vello de punta. La distancia de tres metros se fue acortando, y el pequeño, bien por miedo o por lástima, se acercaba sigilosamente al puesto regentado por la misteriosa anciana, cuando esta de repente, despegó lo que se asemejaba a unos labios:
-Me alegra que puedas verme pequeño, eso demuestra que eres especial ¿quieres una piruleta? -Preguntó la vieja con voz queda.
-Una de fresa -dubitativo el niño, casi imperceptible.
-Eso está hecho pequeño.
-¿Por qué no vendes cosas?
-Bueno, me educaron para regalárselas a las personitas especiales, como tú -desafío la anciana.
-No soy especial.
-Estoy segura de que lo eres, pero no lo sabes. ¿Por qué no aceptas este otro regalo? Apuesto a que te gusta incluso más que la piruleta -deslizando su encorvado y deformado cuerpo, la anciana se escabulló en los bajos de su destartalado puesto y sacó del mismo una especie de espejo de un tamaño considerable. El pequeño pareció perder todos los nervios de una tacada, y de un felino movimiento arrancó el espejo de las endebles manos de la diminuta vieja.
Sin mediar más palabras, Dani tenía entre sus débiles manos un espejo tapado con una especie de colcha que ocupaba casi la mitad del tamaño del chico. Justo en ese momento una sensación se apoderó de sus sentidos, no pudo explicarlo con palabras porque casi no podía respirar, el corazón le latía a tanta velocidad que parecía que iba a salirse de su pecho, y el pulso le fallaba casi dejandocaer el espejo al suelo.
Un sudor frío le llenaba la frente como una fuerte lluvia en el rostro, pero no podía soltar el espejo aunque quisiera. En ese preciso instante, cerró los ojos y creyó entrar en una oscura dimensión de sensaciones. Una fría capa negra se coló entre sus párpados haciéndole estremecer, un torrente de maldad quizás demasiado cruel para que un niño de nueve años pudiera soportarlo.
En el fondo del siniestro pasillo en el que Dani se encontraba yacía una figura que se acercaba poco a poco. Era una oscuridad enfermiza, que no le dejaba respirar. Atónito, con los ojos abiertos como platos, incapaz siquiera de gritar, paralizado por el miedo, sentía tal horror, como si unas manos apretaran su cuello preparándole para una muerte agónica. La sombra se detuvo al final de la tiniebla y desapareció entre las grises brumas de aquel extraño mundo, Dani deslizó sus ojos hacia abajo y recordó que entre sus manos seguía aquel misterioso espejo que la anciana le había entregado. No pudo hacer otra cosa que mirarlo y quedarse totalmente anonadado de lo que estaba viendo, algo que nunca podría olvidar, tan espantoso que hizo que no parpadeara durante miles de minutos, al menos así de largo le pareció al pequeño hasta que de repente algo le agarró por el hombro y le sacó de su letargo, ese brazo le sacó de esa maldita pesadilla y como si de encender la luz se tratara, apareció de nuevo en las afueras del mercadillo, donde su madre desconsolada, llorando le esperaba a unos pocos metros de donde él y el policía que le agarraba estaban.
Dani sólo recordaba el horror que había pasado en aquel bizarro mundo de oscuridad y ruidos infernales, por no hablar de la siniestra sombra que había en el horizonte…
Entre los meneos del policía pudo girar su cabeza y observar que no había ningún puesto en ningún lugar. No lo podía comprender, porque estaba seguro de que estaba allí, de haber hablado con la anciana, de la piruleta que le había ofrecido, también recordó que la gente parecía ignorar ese puesto pero… ¿qué estaba ocurriendo?
¿Por qué había tantas luces de policía girando sin parar? tantos murmullos, un montón de gente mirándole mientras el policía le llevaba hasta sus padres. Todo era tan confuso que no podía entender nada, sólo deseaba volver a casa, y por supuesto, no soltar el espejo...