Capítulo Segundo
-Yo…mamá… - Balbuceó el pequeño atemorizado.
-¡Sabes el susto que nos hemos llevado! ¡tu padre lleva buscándote casi dos horas por todo el mercadillo! – gritaba la madre angustiada.
-¿Dónde te has metido, por Dios? –por el rostro de Alice desembocaba un río de lágrimas y no podía más que abrazar a su hijo, no había nada en el mundo que quisiera más. No pudo regañarle. En un primer instante, ni siquiera se percató de ese extraño objeto que llevaba entre las manos.
Philipp venía corriendo desde el interior del vehículo, después de buscar por todos los rincones del mercadillo, decidió coger de nuevo el coche por si se había extraviado por los alrededores. Su semblante era muy serio, aunque no pudo ocultar su satisfacción porque el pequeño estuviese sano y salvo. Los tres se abrazaron sin hacer más preguntas y poco a poco, los agentes de policía fueron dispersando a la multitud de gente que no hacía otra cosa que enriquecer su morbo y cacarear como gallinas aburridas. La escena se transformó en un estado de aliviada soledad. Su abrazo, entretanto, se iba diluyendo al mismo tiempo que la gente abandonaba el lugar.
De regreso a casa, el viaje de vuelta se hizo casi más insoportable que el de ida. El ataúd de cuatro ruedas se limitó a poner la banda sonora con su motor gasolina. Philipp guiaba la dirección del coche hacia la derecha por O'connell Street cuando la circunferencia verde lo permitió. La lluvia había cesado al fin, la calma tensa se sujetaba con alfileres.
Es obvio que Philipp quería regañar al pequeño, se notaba por su brusca manera de conducir, cuando estaba a punto de separar sus labios notó una suave mano encima de la suya. Ladeando su cabeza vio los ojos llorosos de Alice, y toda su ira calmó las olas de un mar salvaje. Su rostro seguía siendo precioso. Aún recordaba sus ondulados cabellos moverse contra el viento al caminar por la universidad. ¿Quién podía olvidar aquel año? Primera matrícula de honor en Literatura Inglesa del siglo XVIII, primera presentación oral ante trescientas personas con magnífico resultado, tercer puesto con sus colegas irlandeses, los elocuentemente llamados Pohang Steelers, y por supuesto, la primera vez que habló con esa bella chica francesa en una de las tantas fiestas a las que acudió. Estaba seguro de que fue en febrero, justo después de los exámenes del primer cuatrimestre. Dimitry y Alexei habían preparado la fiesta del año. No sólo ponían su casa al servicio de cien estudiantes deseosos de beber -y aliviar la cabeza de tantas horas de biblioteca- si no también cocinaron una maravillosa comida rusa, que engalanó el estómago de los allí presentes. Con la conciencia más tranquila del año, la fiesta se desarrolló con total normalidad para como solían ser. De hecho, sonreía al comprobar en los archivos de su memoria, que había sido la fiesta más tranquila de su vida. Esta vez no hubo ningún compañero tirado en un sofá con síntomas de embriaguez insoportables. Tampoco recordaba a nadie vomitando la cena rusa en el baño de abajo. En definitiva, la casa de Alexei y “Dima” -como le llamábamos los más allegados- se mantenía en pie, sin haber sufrido ningún daño colateral. A punto de marcharse, Dima se aproximó con una copa de vodka solo en la mano izquierda, y una chica parisina enganchada literalmente de su brazo derecho.
-Querido capullo, ¿podrías echarme una mano con esta delicia? -sonreía graciosamente el dueño de la casa- Es que no se qué me ha dicho de que está caliente... ¡y quiere un par de hielos, idiota!
Dima era el tipo más sensacional que había conocido. Podía emborracharse con él tres días seguidos sin mencionar una palabra en serio, o podía mantener una conversación sobre la creación del universo sin hacer una sola broma. De lo que estaba seguro, era que este hombre se convertiría con el tiempo en uno de sus mejores amigos.
-Por cierto Phil, ésta es Alice, acaba de llegar de Le France. Amiga de sus amigos, encantadora, sincera, millonaria, y sobre todo querido “pringao”, NO alcohólica, lo cual significa que puede llevarnos de ruta por Dublin sin estrellar el coche contra el parlamento ja, ja, ja.
Dima se mofaba de todo, hasta de sí mismo. En un día de otoño, casi recién llegados, no se lo ocurrió otra idea que alquilar un coche para ir a la costa norte de Irlanda cinco o seis días. Lástima que olvidara que se conducía por la izquierda, y que por tanto las glorietas, se toman lógicamente por esa dirección. Si no es por las gestiones del gobierno ruso, el pobre idiota hubiera tenido que pagar los siete mil euros que costaba la columna que arrancó al intentar esquivar el autobús de la ruta 66 que venía por el otro sentido.
-Encantado Alice, espero que este cabeza buque no esté contándote una de sus hábiles gestiones con el ayuntamiento de Dublín -se presentaba Philipp con su exquisita educación alemana.
-¡Hey! Quedamos que eso se quedaría entre nosotros. Recuerda, uno para todos, y todos para uno. Eso decía Alejandro Dumas germano inculto -interrumpía Dima con su sonrisa de oreja a oreja.
-Chicos, no os peléis por mí. Las chicas francesas tenemos fama de aguantar lo que nos echen, ¿recordáis el dicho? Voulez-vous coucher avec moi ce soir? -dejaba Alice su delicada voz entre medias de los dos hombres.
-¡Lo ves Phil! Te dije que en este “cuatri” iba a venir por fin la chica de nuestros sueños.
-La chica de tus sueños, según me has comentado hace un par de minutos, la tienes en tu mano izquierda, y pide a gritos un par de hielos -en clara referencia a la copa.
-Pero como me cuidas, y lo mejor de todo, ¡te fijas en mis chicas! No te preocupes, que en cinco minutos me tienes de vuelta.
-Sólo espero que no te vayas sin despedir como haces siempre Herr Bunker -le llamaban así porque en su puesto de defensa central era difícil regatearle-.
Después de guiñarle el ojo, salió corriendo como una exhalación, sin embargo, no se derramó ni una gota de alcohol a la moqueta. Después de todo, eran estudiantes, uno aprendía a domesticar sus reflejos para no desperdiciar el caro brebaje.
-Así que, ¿eres alemán? -seguía sonriendo Alice.
-De Düsseldorff concretamente, al oeste de Alemania, cerca de Holanda.
-Preciosa ciudad -mientras parpadeaban sus preciosos ojos marrón avellana.
-¿Has estado alguna vez? -preguntó Phil absorto en los mismos.
-Claro. Mi hermana lleva cinco años viviendo en Colonia. Así que cuando voy a visitarla, siempre terminamos pasando unas horas en Düsseldorff. ¿Entonces te vas ya?
-Bueno, mañana debería levantarme temprano para hacer papeleos en Dublin...
-Vaya, es curioso, pero me habían comentado que los alemanes erais unos fiesteros...
Su sonrisa le hacía perder el sentido. No importaba la hora a la que tuviera que levantarse el día después, porque el sólo hecho de mirar su bello rostro, más le valía ni dormir en tres días si fuese necesario.
-Bueno, en ese caso, si tocas a la patria me obligas a quedarme. Tendré que tomarme una cerveza más para no pensar en el madrugón. ¿Me acompañas?
-Oui, monsieur -su sonrisa era tan pícara como atrayente.
Nunca había podido resistirse a una mujer bonita, pero esta vez era distinto. La muchacha tenía tanto morro, que le parecía irresistible. Desde el primer piso, bajando las escaleras como un rinoceronte enfurecido, bajaba Dima con su “renovada” copa.
Ya estaban los tres en plena lucha contra sus hígados. Desde esa fiesta, los tres fueron inseparables, al menos hasta que Dima se insinuó a Alice meses después...
-Mamá, lo siento mucho, no sé que me pasó –dijo el pequeño con voz arrepentida.
-Hijo, no puedes separarte así, sin avisarnos, sea la razón que sea ¿entendido? –replicó la madre de la forma menos irritada posible, debido a la tensión acumulada.
-Nos has dado un susto de muerte Daniel -secundó el padre con una voz tan baja y mustia que hasta Philipp desvió la mirada de la carretera y observó cómo los árboles les adelantaban de manera vertiginosa. Seguía tan tenso y enfadado por lo que pudo haber pasado, que sólo pensó en llegar a casa y desconectar.
-Ha sido un día largo para los tres, intentemos pensar que todo ha quedado atrás y que Daniel no lo volverá a hacer, ¿Verdad jovencito? –con el ceño fruncido a través del espejo retrovisor.
-Lo siento mucho papá…
La familia continuó en silencio a través de la senda de alquitrán por la que se deslizaba el coche, hasta que llegaron a su hogar, que yacía tan oscuro y silencioso que parecía haberse enterado de lo sucedido y esa era su forma de estar en duelo. La casa donde vivían era increíble, Dani siempre decía que le recordaba a la casa de El Resplandor y que solo faltaban las dos niñas que aparecían en el pasillo con el triciclo para ser una copia total. Horas y horas pasaba jugando entre sus paredes, tanto que a veces preocupaba a sus padres tanta soledad. No salía mucho con los compañeros del colegio, ni tampoco con Ryan, el vecino que vivía justo en frente y que cada tarde le llamaba para jugar a la Gameboy. Sin embargo, Dani seleccionaba las visitas de un modo un tanto extraño para un niño de tan solo nueve años. A veces no veía a Ryan ni siquiera una vez a la semana, haciendo que el otro pequeño se fuese rechazado y cabizbajo al no poder jugar con Dani. Sus padres seguían teniendo la sensación de que jugaba más con los dichosos espejos, que con los chicos de su edad.
La “casa de El Resplandor” era increíble, Dani no comprendía la obsesión de sus padres por salir a jugar fuera, ¿pero es que no habían visto las posibilidades de la casa? era impresionante, no entendía tampoco las prisas de Ryan cada vez que venía por abandonar la casa e ir fuera a jugar, ¿de qué tenía miedo?
El caso es que a la accidental llegada del mercadillo, por primera vez sintió un intenso escalofrío al mirar la casa, fue nada más bajar del coche, en el mismo momento en que su padre se percató de lo que llevaba su hijo entre las manos.
-Dani, ¿Qué es eso? ¿Donde lo has encontrado? -preguntó Philipp intrigado, pero también alertado.
-Me lo regaló una señora mayor papá, tenía un puesto de chucherías y me dio una piruleta y…
-¡Daniel, cuantas veces te he dicho que no aceptes cosas de extraños! -chilló Alice interrumpiendo y dando la sensación de que los nervios habían dado cuenta de ella.
-Mamá, era una señora mayor… ellas nunca hacen cosas malas -sonrió timorato.
-Alice, cálmate, es tarde, mañana veremos las cosas de otra manera -intentaba sin éxito Philipp calmar a su esposa.
Entre lágrimas, la madre se marchó subiendo las escaleras con la velocidad de una cebra escapando de un tigre rabioso.
-Deja el puto espejo en la cocina y márchate a dormir, mañana hablaremos.
-Sí papá…
Había sido un día muy largo para la familia Mitchel, así que ni cenaron y se marcharon a dormir nada más llegar. Philipp, por su parte, había decidido quedarse un rato en el salón intentando no pensar. Estaba demasiado exaltado para dormir, y demasiado nervioso para hablar con Alice de nada. Creyó mejor quedarse abajo hasta que ella cayese dormida, descansar, y hablar de todo al día siguiente, con la tranquilidad de saber que su pequeño seguía con ellos pese al susto tremendo de horas atrás. Sediento, se incorporó y anduvo hasta la cocina para coger un vaso de agua cuando vio el espejo inerte colocado en el centro de la mesa, con una especie de sábana cochambrosa que lo cubría en su totalidad.
Alice fue a arropar a al pequeño como siempre, no quería que Dani notara más hostilidades pese al susto, así que intentó actuar con normalidad. Sin embargo, en su rostro pudo observar un temor que nunca antes había apreciado en su hijo. Estaba pálido como la bata de un médico y sus ojos miraban perdidos por alrededor de la habitación casi sin parpadear.
-Hijo, siento que mamá te haya chillado, ¿vale? pero no sabes lo preocupada que estaba por ti, pensé que te habían llevado a algún sitio, pensé que…
Alice rompió a llorar y solo pudo abrazar fuertemente a su hijo mientras las lágrimas empapaban la sábana de muñequitos de nieve que la abuela Cloe le había regalado por navidad. Comenzaba a temblar, no podía ni imaginar lo que sería empezar una nueva y desgraciada vida sin su único vástago. Sólo tenía fuerza para llorar.
-Mamá…
-Dime, mi pequeño -aún entre sollozos.
-Lo siento de veras…
-Venga duérmete, es muy tarde. Mañana será un día mucho más tranquilo -insinuó Alice al muchacho mientras se levantaba de su lado.
- Mamá…
- ¿Sí?
- No quiero que tiréis el espejo.
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