Duncan Jones. Interesante nombre, del cuál el olvido tardará en echar cuentas. El cine británico -aunque no es tan ligero y bello como antes- sigue dando al género de la ciencia-ficción un emblema con el que sujetarse. Un blasón donde posarse cuando todo está hecho, o todo está visto. Un punto de vista tan interesante, como diferente. Un acierto.
Con una idea muy preconcebida de lo que una película del espacio debe ser, el maravilloso guión de Jones y Nathan Parker sujeta y elabora un dossier de incertidumbre que, sin golpes de efecto ni criaturas espaciales, hace que el espectador comience a viajar rumbo a un mundo desconocido de emociones. Por suerte, aún se pueden hacer films sin tener en cuenta el presupuesto. Jones, cuya dirección es magistral, otorga a la atmósfera toda la importancia, todo el peso de la cinta, que junto con un inspirado Sam Rockwell, forman parte de un bienio inseparable de virtudes.
El espíritu retro de la cinta, así como con un rollo 'peli en blanco y negro' no hace sino ayudar aún más al elemento desolador de vivir durante tres años en el espacio. Justo cuando los tres años del contrato firmado están a punto de expirar, la razón y la locura se apoderan del protagonista por un elemento no esperado. La sinópsis no evalúa la soledad de un astronauta, pues toda película de ciencia-ficción ambientada en el espacio debe conllevar dicho cliché, pero en este caso, beneficia el valor de una idea. La revaloriza.
El aislamiento hace que el umbral de la locura se haga más evidente
Cuando un ser humano queda enclaustrado en una nave espacial, sin la familia, sin contacto humano de ningún tipo -excepto por un robot que ayuda al mencionado sufridor- y con la cuenta atrás que supone el firmar un contrato de trabajo, cualquier parecido con la realidad es discutible. Aquí es donde entra el gran trabajo interpretativo de Sam Rockwell. El actor británico desmonta su habitual coraza para darnos una sublime actuación, llena de matices y carente de fallos. Moviéndose por cuidadosos y efectistas decorados, la vida de Sam -curiosamente llamado igual en el film- se tambalea entre emociones y desasosiegos varios. El mismo vídeo familiar, donde el hijo y la mamá mandan fuerzas al superviviente, el jefe que insinúa que todo va bien, cuando es obvio que algo comienza a torcerse, etc. Sea lo que sea, nada le hace abandonar su misión. Ni las lágrimas, ni la sorpresa final parecen poner fin a la capacidad de supervivencia del astronauta.
La rutinaria vida en el interior de la nave es otro acierto de Jones. Ya no sólo por el hecho de mostrar al espectador detalles imperceptibles, pero útiles para observar el deterioro humano, sino para avasallarlo con los mismos. En otras palabras, cuando un zumo se vierte en una nave... (ya me entenderéis), nada vuelve a ser lo mismo.
Detallismo. Es otra de las palabras clave para mantener la intriga, ya que, ante la evidente falta de acción dinámica, la acción estática es la que sustenta al desarrollo de los acontecimientos. Y es que la total falta de movimiento en algunas escenas inquieta mil veces más que unos movimientos de cámara infernales o un monstruo que aparece de la nada. La apatía de los sucesos se acartona en la pantalla, pero los detalles siguen apareciendo, la sensación de que la trama avanza poco a poco, engancha más que un rápido giro de guión. Ya es tarde para mirar atrás, pues el espectador permanece enquistado en el interior de la nave. Formamos parte de la expedición; y dudo que podamos escapar con vida hasta el final. Al menos, hasta el maravilloso final que Duncan Jones nos ha preparado...